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jueves, 15 de junio de 2017

TU HERMANO



Querido hermano:

Mamá ha muerto. Murió hace dos días durante la noche. Nadie en casa pudo acompañarle en su ida pues resolvió marchar en silencio para así no importunar nuestro sueño. A mamá nunca le procuró gusto ninguno hacer acopio de cuidados, y por ello su muerte ha sido solitaria. No quería molestar. La encontré por la mañana tendida sobre el camastro y envuelta en sabanas y con un gesto de regocijo en el semblante como si la muerte hubiera comparecido durante un sueño dulce. Desconozco si se resistió al desenlace o si padeció de dolores en los preámbulos de su curso último. ¡Mucho lamento que nadie pueda esclarecer las incógnitas! Pero en mí no hay sospecha de que muriera con padecimiento pues nada en sus formas insinuaba que así pudiera haber sido. Aunque no haya muerte dulce, la suya no fue sino un calmo tránsito que ella recorrió con la actitud del que sabe grata su vida. Estoy convencido de ello. Cuando se ha vivido con intensidad y vigor suficiente la muerte no resulta tan fiera. Y nadie más que mamá ha disfrutado en tan sumo grado el hecho extraordinario de estar vivo. No hay entonces que sentir mucha más pena: la afección fue rauda y no infringió apenas dolor cuando las fuerzas más mermadas estaban.

Poco antes de su muerte estuvimos rememorando durante tiempo largo muchas de las historias que nos sucedieron durante los veranos en San Sebastián. A pesar de la enfermedad, su voz todavía conservaba el dejo juvenil que siempre singularizó su habla. Hablamos del viento y de las olas y de la arena. Hablamos de la lluvia que salpica los caminos de hojas muertas y madera. Hablamos de tus carreras entre árboles y rosas y brezos. Hablamos de las bicicletas y de los viajes a ninguna parte. Hablamos del Sol y de las pieles morenas. Hablamos del agua fría del mar. Hablamos de los tomates rojos. Hablamos de las veces que te hundiste en el agua buscando pulpos de dos cabezas. Hablamos de nuestras camas viejas en las que no queríamos dormir. Hablamos de la abuela y de sus manos arrugadas y de los libros que no nos dejaba leer. Hablamos del abuelo y de las canciones que escribía para luego siempre cantarlas en la noche. Hablamos de los ruidos de fiesta y de la música y de los bailes de la gente que no sabe bailar. Hablamos de las gargantas secas después de una mañana al Sol. Hablamos de todas las cosas que hicimos y que mamá no sabía. Hablamos de lo poco que nos gustaba levantarnos tan temprano para ir a caminar. Durante la plática en rara ocasión callamos. Tanto había para hablar que ninguno quiso aminorar el ritmo. Mamá hablaba con un particular brío que se revelaba a través de sus movimientos henchidos de vivacidad. Era como si buscara apurar los recuerdos antes de que se desvanecieran en la oscuridad que ya parecía advertir, como si buscara hablar por vez última de lo pretérito antes de entregarse sin mucha traba a lo que con premura estaba por suceder. Quizá su deseo no fuera otro que desempolvar la memoria para poder encarar sin demasiada aflicción el término último de toda vida. Qué difícil es morir.

En la tarde antes de su muerte habló de papá por espacio breve. Me sorprendió el modo lisonjero y sin censura en el que se refirió a una historia sobre la que abundantes críticas y detracciones había vertido en un tiempo remoto. Parecía haber alcanzado una reconciliación con su ayer más nebuloso después de tanto resentimiento y reproche acumulado. Me alegré enormemente al escuchar de su boca requiebros que, aun velados, no eran menos francos que cualquiera de sus confidencias últimas. Mamá no deseaba morir sin antes desenlazar todo problema que estuviera todavía por resolver. Y no hubiera alcanzado su pretensión de no exculpar a papá. No sumo más prueba que mi intuición, pero tengo por cierto que los dos se reunieron una vez conocida la enfermedad de mamá y que solventaron todas sus desavenencias. También columbro que a raíz del acercamiento reanudaron una comunicación que se prolongó hasta sus instantes postreros. Estas semanas pretéritas mamá recibía de no mucho en mucho una misteriosa llamada que se extendía largamente en el tiempo y sobre la que no informaba a nadie de ninguna peculiaridad de la misma. Permanecía al teléfono durante horas para luego solo replicar con vaguedades a cualquier interrogante sobre el llamamiento. Sé que existen profusas posibilidades y que puedo errar en mis conjeturas, pero por alguna razón del todo desconocida no imagino si no a papá llamando con tanta habitualidad y manteniendo un diálogo por tan largo rato. ¿Has vuelto a hablar con él? Yo hará no menos de dos años que no intercambio palabra.

Hubiese sido de mucho agrado que hubieses estado junto a nosotros estos últimos días. Conozco tus circunstancias y las dificultades que entraña tu regreso, y por ello no has de estimar como reproche tu ausencia en las exequias. Deseo nuestro era que aparecieras sin advertencia previa y que estuvieras presente durante el entierro. Confiamos en que hubieras recibido las misivas entecedentes y que su contenido te hubiera instado a disponer un viaje de retorno. Pero de haber leído nuestros mensajes es seguro que te hubieras presentado incluso semanas antes de su muerte. Presumo por tanto que no has percibido correspondencia alguna, y que en nada habría de cambiar la suerte de esta carta. ¿Estoy escribiendo a un fantasma?

Un fortísimo abrazo. Te quiere,

Tu hermano.

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